No se puede articular un país justo sin universidad pública. No se puede construir soberanía sin ciencia nacional. No hay futuro sin docentes. Todo eso, que parecían verdades sabidas en la Argentina democrática, hoy está en riesgo.
El sistema universitario argentino está atravesando una de las crisis más profundas desde la recuperación de la democracia. Y no lo digo como una consigna más, sino con el dolor de quien habita la universidad cada día: la que enseña, investiga, da becas, acompaña a estudiantes, abraza a los que llegan por primera vez a una institución de educación superior. La universidad que no se ve en los grandes titulares, pero que es el alma silenciosa de un país que se quiere libre y con oportunidades.
Los números duelen. En el último año, más de 10.000 docentes han abandonado las aulas, empujados por la precarización salarial, el deterioro edilicio y la pérdida de horizonte. Diez mil personas que dedicaron su vida a enseñar y producir conocimiento, que formaron generaciones enteras, hoy se ven forzadas a migrar, cambiar de rubro o vivir en la incertidumbre.
Formar un docente de calidad no se logra de la noche a la mañana. No basta con subir un sueldo o abrir un concurso: se requieren años de formación académica, compromiso, actualización permanente, y sobre todo, una vocación sostenida por un horizonte de sentido. Cuando el Estado abandona esa responsabilidad, no solo se pierden docentes, se pierde tiempo, se pierde capacidad, se pierde país.
Lo mismo ocurre con la ciencia. Según datos oficiales, entre 2023 y 2025 se estima que más de 4.000 científicos abandonaron el sistema. La inversión estatal para formar un doctor es altísima. La fuga de cerebros afecta no solo al ámbito académico, sino también al desarrollo productivo del país. Cada investigadora o investigador que se va, no solo representa una pérdida humana invaluable: es una inversión pública que se diluye, una esperanza que se apaga, un retroceso colectivo.
Pero esta crisis no es solo una cuestión de números o estadísticas. Es una decisión política. Y como tal, puede y debe ser revertida.
Quienes creemos en una Argentina inclusiva, federal y democrática sabemos que la universidad pública es una de las herramientas más poderosas que tiene el país para generar igualdad. No es un gasto: es una inversión estratégica. Es el lugar donde se forman médicas, arquitectas, ingenieros, docentes rurales, tecnólogos, científicas. Es también el espacio donde se disputan sentidos, donde se piensa el presente y se imagina el futuro.
Los recortes presupuestarios, la eliminación de partidas para ciencia y tecnología, el congelamiento de salarios y la degradación de las condiciones laborales no son medidas aisladas: responden a una visión que desconfía de lo público, desprecia el conocimiento y ve en la universidad un privilegio de pocos, y no un derecho colectivo.
Desde una mirada nacional y popular, no podemos aceptar esa lógica. Sabemos que la universidad pública fue y es motor de movilidad social, de pensamiento crítico y de desarrollo local. Sabemos, además, que cuando un hijo de trabajadores entra a la universidad, no entra solo: entran con él su familia, su barrio, su historia.
Por eso, resulta imperioso que avancemos hacia una Ley de Financiamiento Universitario que garantice una senda de crecimiento sostenible para las universidades nacionales. No solo para recuperar lo perdido, sino para proyectar el país que queremos.
Una ley que eleve progresivamente el presupuesto al 1,5% del PBI en 2031, como propone el documento elaborado por los distintos actores del sistema universitario, sin desatender el equilibrio fiscal, pero con una clara definición política: el conocimiento es un bien estratégico y no puede depender del humor del mercado ni del capricho de los gobiernos de turno.
No estamos hablando de corporativismo ni de privilegios. Estamos hablando del derecho de millones de jóvenes a estudiar, del derecho de cientos de miles de docentes a enseñar en condiciones dignas, del derecho de la sociedad argentina a producir conocimiento propio, a imaginar su destino con cabeza propia y corazón solidario.
Hoy más que nunca, cuando se intenta instalar la idea de que todo debe ser privatizado, mercantilizado o importado, la universidad pública resiste como un bastión de soberanía y justicia. No por nostalgia, sino por convicción.
Porque sin presupuestos ni docentes, no hay universidad, y sin universidad no hay soberanía ni justicia social.
Por Anselmo Torres
Rector de la Universidad Nacional de Río Negro.
Temas. Presupuesto universitario